LAS VELAS DE UMIKO, HIJA DEL MAR
(Leyenda Japonesa)
Hace mucho, muchísimo tiempo, en otra época ya lejana, vivía en el fondo del mar del país del sol, una sirena llamada Amara, la esposa del Señor del mar. A Amara le gustaba subir a la superficie de las aguas y allí tenderse en alguna roca desde la que pudiera ver la ciudad.
Ay, cuanto envidio a los habitantes de esa ciudad que tienen esa luz que no se encuentra en el fondo del mar, y que además pueden sentir en sus rostros continuamente el viento, el sol, la nieve… Si alguna vez tengo una hija, no le privaré de esas sensaciones.- Pensaba Amara mientras contemplaba la ciudad.
Y poco tiempo después, este pensamiento se hizo realidad, ya que Amara fue madre de una pequeña y hermosa criatura. Con gran dolor de su corazón, pero sintiéndose a la vez satisfecha por ofrecerle esa oportunidad a su hija, la llevó a la ciudad junto a los pies de un templo. Y allí la dejó, en las escaleras del templo, besándola con uno de esos besos que sólo dan las sirenas, que crean un aura de protección.
Abajo, en el pueblo, vivía un matrimonio que dedicaba su vida a coger agua de un pozo enorme y embotellarla en tinajas que luego vendía a las gentes.
Hasta ahora se habían apañado bien, pero el pozo se estaba secando y si se quedaban sin agua, se quedarían sin trabajo. Como fuera que su pequeño negocio iba cada vez peor, decidieron ir al templo ese día a pedirle a su dios que les ayudase. Así, cogieron dos velas y se dirigieron hacia el templo, donde hicieron su ofrenda.
De regreso a casa, cuál no sería su sorpresa cuando, bajando por las escaleras, creyeron oír el llanto de un bebé. No tardaron en encontrar a la pequeña recién nacida, y movidos por la compasión la recogieron y la llevaron a casa. Cuando le quitaron las mantas que la envolvían, descubrieron asombrados que no era como los otros bebés. La mitad inferior de su cuerpo era como la cola de un pez, recubierto de escamas doradas; era una sirena. Así pues, la llamaron Umiko, que quiere decir «hija del mar».
Y desde que Umiko llegó a la casa el pozo cada día tenía más agua. El matrimonio no sabía por qué, pero sabían que era gracias a Umiko. Y así era, por las noches Umiko recogía agua del mar y la echaba al pozo donde se convertía en agua dulce. Así pues trabajaban sin cesar para poder embotellar muchas botellas.
Pasó el tiempo, y el matrimonio, que cada vez tenía más dinero, se acostumbró a tener el pozo lleno y la niña creció y llegó a hacerse una mujercita, que todos los días ayudaba a sus padres a sacar y embotellar agua. Su piel era suave, sus cabellos largos y sedosos y sus ojos, despedían un brillo único que recordaba a las perlas del fondo del mar.
Un día apareció un mercader y compró una tinaja de agua. Al ver a Umiko, pensó que sería un gran negocio llevarla a la gran ciudad para exponerla al público y dijo al padre de la sirena:
– Buen hombre, le doy dos bolsas de oro por la sirena.
– De ningún modo- Contestó el padre- Esta joven es mi hija y no está en venta, señor.
Pero tal fue la insistencia del mercader que la avaricia pudo con el matrimonio y al final acabaron accediendo y se la vendieron por una fuerte suma de dinero. Umiko les suplicó que cambiasen de idea, pero de nada sirvieron sus lamentos; el trato estaba cerrado.
Por la noche le pareció oír una voz que la llamaba, como si el mar repitiera su nombre, pero nada vio. Finalmente se quedó dormida. A la mañana siguiente había un carro con barrotes preparado para llevársela hasta el puerto, donde tomarían un barco que les llevaría a la gran ciudad. Cuando se hubieron ido el matrimonio quedó intranquilo, presintiendo que habían actuado mal.
El barco zarpó y de repente una horrible tempestad empezó a azotar la costa. La nave en la que viajaban Umiko y el mercader intentó en vano volver al puerto, pero una enorme ola la precipitó al fondo del mar. El barco comenzó a hundirse y la última imagen que vio el mercader, que creyó estar delirando por la cercanía de la muerte, fue la de una mujer de blanco, con cola de pez, que se llevaba de la mano a Umiko al fondo del mar. Era Amara rescatando a su hija.
Cuando la tempestad se hubo calmado, el matrimonio comprendió su error y se dio cuenta de cómo la avaricia rompe el saco, al comprobar tristemente, que las monedas de oro que les había dado el mercader se habían convertido en piedras y que el pozo se había secado para siempre.